Cuando se acusa a una persona o sistema político de ser autoritario, de querer imponer su voluntad o sus criterios sobre los demás mediante un acto de fuerza, o incluso de simplemente expresar un carácter autoritario, es frecuente calificarle de fascista. Y, sin embargo, la definición de “fascista” es muy clara. Hace referencia a una persona o formación política que sigue la ideología del dictador italiano de los años 30 Benito Mussolini.

La ideología fascista como tal desapareció con el final de la Segunda Guerra Mundial. Nadie después de esa época se ha vuelto a declarar fascista ni -salvo corpúsculos extremistas- ha vuelto a existir ningún partido fascista. No obstante, cuando se dice de alguien o de alguna organización política que es fascista (o “facha”) no se tienen en cuenta para nada las raíces históricas de dicho término sino la esencia del mismo, lo que autores como Umberto Eco han denominado el fascismo esencial o universal. En otras palabras, el término fascista viene a designar pura y llanamente una actitud de autoritarismo irracional que intenta imponerse sobre los demás.

Algo similar se podría decir del término racista. Cuando vemos que alguien discrimina a otros según criterios arbitrarios, nos sentimos impulsados a llamarle “racista”, pero no lo hacemos porque somos conscientes de que el racismo hace referencia a la discriminación por la raza (concepto éste, dicho sea de paso, que carece por completo de base científica). Ese escrúpulo nos impide usar el término racista en un sentido más amplio para describir a quienes discriminan a otros injustamente. No queremos ser tildados de ignorantes.

Y, sin embargo, por analogía con el uso generalizado del término “fascista,” estamos perfectamente justificados en usar el término “racista” con ese sentido amplio y genérico que hemos descrito para describir discriminaciones injustas de todo tipo, y de modo concreto para describir la discriminación por edad.

Más aún, en el caso de la discriminación por edad, quienes la ejercen han dividido la sociedad en dos castas o “razas”: los jóvenes y los no jóvenes (cuanto menos jóvenes, más discriminados). Es decir, como los blancos y ​ los no blancos (cuanto más oscuros, más discriminados). Podríamos, en definitiva, hablar de un racismo edadista.

El edadismo fragmenta a la sociedad por edades y  considera a unas más valiosas y superiores que otras a las que margina y condena al ostracismo. En consecuencia, podemos afirmar que el supremacismo por edad está presente en esta cosmovisión que ve a la sociedad de una manera en la que una parte excluye y desprecia a la otra, a la que considera sin valor.

Hay un eco trágico y horrible en su expresión más extrema en el hecho de que los nazis a quienes enviaban primero a las cámaras de gas era a las personas mayores prisioneras, pues las conideraban vidas sin valor. La supremacía juvenilsta ha estado siempre presente en las ideologías fascista y nazi. De hecho,el himno del partido de Mussolini era «Giovinezza» («Juventud»).

Los beneficios y privilegios que nuestros gobernantes y políticos, con objetivos electoralistas, insisten en derrochar sobre un sector de la población (que definen y redefinen, según la conveniencia del momento, como  «jóvenes») constantemente ponen en tela de juicio un principio fundamental: La dignidad y la igualdad no se pierden con la edad.

Sí, estamos, por tanto, perfectamente justificados en llamar racistas a quienes discriminan por edad.

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